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La irrupción de los medios –en esta novedosa cultura
electrónica- superó las concepciones de la Escuela
de Fráncfort, que centró su interés en la concepción
de los medios como instrumentos de dominación A libro abierto
y manipulación social, y también la perspectiva
funcionalista, que se preocupaba de medir los efectos
de los medios en el comportamiento de los receptores.
Cultura sin fronteras Ahora interesa descifrar las mediaciones comunicativas,
según J. Martín Barbero, dentro de la esfera de la
En efecto, si bien el vínculo comunicativo siempre ciudadanía y la dimensión política de los mensajes en
ha requerido mediación –no hay comunicación sin torno a los medios.
mediadores-, el vertiginoso auge tecnológico ha
ampliado de manera extraordinaria los escenarios de Algunas preguntas
la comunicación (por lo tanto, de la cultura), a través de
teléfonos, radios, cine, prensa, televisión e internet, y Pero no queda ahí el análisis. Hoy en día, el Estado, el
dentro de este contexto la cultura ha dejado de ser una mercado y la cultura constituyen tres ejes fundamentales,
manifestación de las élites, enclaustrada y reducida a a través de los cuales se pueden formular preguntas
espacios privilegiados. La cultura ha superado, entonces, y encontrar respuestas, generalmente no fáciles de
las fronteras y se halla marcada por la diversidad, donde discernir: ¿cuál es el papel del Estado en relación con
los medios electrónicos, particularmente, la televisión, el patrimonio cultural? ¿La cultura es un bien que se
han generado y generan nuevos imaginarios colectivos. puede mercadear, dentro de las leyes de la oferta y la
demanda? ¿La cultura depende de las redes o sistemas
de comercialización privados? ¿Hasta qué punto puede
sobrevivir la cultura no comercial, ante el dominio de
la producción de bienes culturales patrocinados y
financiados por campañas publicitarias? ¿El mercado
cultural debe regularse? ¿Cómo?
Las respuestas más comunes dependen de la ubicación
de los agentes culturales. Así, unos consideran que el
Estado es el único “dueño” de los bienes culturales; por
lo tanto, el Estado debe promover políticas culturales,
proteger la producción cultural y crear incentivos para
que la cultura nacional no pierda sus raíces. En la otra
orilla se halla la posición opuesta: que la empresa
cultural tiene su papel en la economía de mercado, y
que a través de los códigos de ética autorregulables, se
expandan los bienes y servicios culturales.
Una posición intervencionista del Estado, cualquiera
que sea el colorido político –de patente totalitaria-, no
es conveniente, desde todo punto de vista; tampoco
un reduccionismo de mercado, de corte individualista,
que excluye y concentra. La propuesta sería lograr
una articulación coherente y convergente entre un
Estado regulador, a través de los gobiernos locales, que
garantice los derechos culturales de todos, en términos
de equidad, y un sector afiliado a los intereses del
mercado que genere procesos de desarrollo cultural,
que cree oportunidades e invierta en cultura.
“Crear y creer para querer y construir un país” podría
ser una alternativa feliz, ahora que afrontamos un
verdadero saqueo del sujeto, por la avalancha de
sistemas electrónicos e íconos que esterilizan las
identidades.
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